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Sick & McFarland

[Adelanto]

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Yes.

JAMES JOYCE, Ulysses

 

 

 

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John Bernard Sick había escrito la mejor novela inglesa de fines del siglo XX (en sueños). Al despertar, siempre de madrugada, la olvidaba por completo. El único recuerdo o más bien la única inercia permanente era la de escabullirse lo más aprisa posible y llegar a tiempo no sabía adónde. Olvidaba la trama, la anécdota de la historia. Permanecía el ritmo, el sentido, la sensación de esa novela. Una novela terrible. La Gran Novela Inglesa. Una pesadilla. Se entregaba al sueño con la esperanza de saber por qué despertaba aterrado y con delirio persecutorio. Cada noche soñaba un pasaje distinto, pero siempre era la continuación de una historia fantástica, la evidente historia de una búsqueda.

   Douglas McFarland no soñaba. Escribía. Digámoslo mejor: soñaba pero no escribía sus sueños. Cuando decidió escribir a la manera de Charles Dickens y confeccionar el relato de su tiempo los dejó de lado. En breve se convirtió en un novelista respetado en su país. Y desde su primera obra se le había llamado “la esperanza de la literatura en lengua inglesa”. Sea lo que eso signifique.

 

 

 

 

 

 

I. Una novela pretenciosa

 

 

Polémica de John Bernard Sick y Douglas McFarland

Columna de J.B. Sick en Le Magazine Littéraire

 

“¿Qué es una novela pretenciosa?”, me preguntó hace algunas noches —mientras caminábamos por la ciudad— mi viejo amigo Angelo Colcchioppo. Debo decir que mi amigo es músico, compositor más bien, y con ello asimismo deseo subrayar que su pregunta la formuló sin la menor malicia, pues su oficio se halla dentro del campo de la creación pero lejos de la (a veces vulgar) discusión literaria; además, su duda nació de un comentario mío a una novela de cierto escritor irlandés que aún no sé si debo mencionar en estas líneas —mal asunto eso de exponer siempre en voz alta los pensamientos más ocultos y tal vez pueriles—. Admito que en un principio tenía la respuesta a la mano, como lo permite la elocuencia apuntalada con algunos vasos de whisky. “Una novela fracasada, fallida”, respondí a mi interlocutor, “eso es una novela pretenciosa”. Allí acabó el diálogo esa noche pero la calidad de mi respuesta se me antojó limitada, circunscrita a la repulsión no sólo literaria sino humana que siento por el escritor aludido —digamos su nombre de una vez, Douglas McFarland, miembro del adocenado mainstream literario de habla inglesa—. Quizá en ese momento no me di cuenta de lo que quise decir. Se sabe de sobra que la mayoría de las grandes novelas son narraciones fallidas, no alcanzan a construir un mundo aparte aunque lo intentan. Una de dos, o se les acaban las páginas o les sobran demasiadas. Su planteamiento es universal y se inmolan en su provincianismo; o todo lo contrario: a sus medianos alcances les viene gigantesco el mundo, no digamos ya el universo, para el que trazan su estrategia. Aterricemos el argumento. Una novela pretenciosa es una narración con un planteamiento admirable y una realización pobre, una aventura que termina en aparatoso desastre. Para ponerlo en términos del vulgo, es algo similar a lo que sucede con un joven con aspiraciones que traza grandes planes de negocios para cuya realización no cuenta con el capital suficiente ni el talento para sostenerlo. Y en este caso, por poner el ejemplo a la mano, las novelas del irlandés exhiben un planteamiento de gran ambición —recrear, digamos, una cultura desconocida y tornarla no sólo verosímil sino probable— y terminan en narraciones similares a los más farragosos folletines del siglo XIX, abundantes en descripciones como un intento de “crear una atmósfera”. Es decir, aquellos que escriben ese tipo de novelas son escritores que se han asomado a la puerta de la literatura —y quizá de la gran literatura— porque provienen de una cultura aspiracional siempre en ascenso (dominan varias lenguas, han cursado carreras de literatura en dos o más prestigiosas universidades y se rodean de los escritores “con los que hay que trabar amistad”) que a base de esfuerzo pero no de talento confeccionan narraciones que se presumen inteligentes, pues se sostienen en un método de acumulación de hechos, de cultura y referencias —y en timar al lector sin intención clara— pero no abogan por un desarrollo del relato ni el balance de sus figuras, narraciones que valen más por lo que refieren, por aquello a lo que aluden (la Segunda Guerra Mundial, cinematográficas aventuras en Nueva York o Nueva Delhi) que por sus líneas reales. En fin, esto es sólo una muestra de cómo una inocente pregunta puede desencadenar breves argumentos para una discusión sin fin.

 

 

 

 

 

Mensaje de D. McFarland en el correo de Le Magazine Littéraire

 

¿Qué es una novela pretenciosa?, le preguntan al intelectual inglés pretencioso por antonomasia. Su respuesta, aunque la desglose después, no pierde su tufo elemental: “una novela fallida”, dice, y su explicación no rebasa tal horizonte. Dostoievski dijo alguna vez que Anna Karenina le resultaba farragosa, repetitiva, bastante burguesa en su planteamiento, pero que en diversos momentos los personajes cobraban mucho de franqueza, mucho de verdad. Sick ignora que la prosa es idealmente transparente (como lo refirió alguna vez nuestra Iris Murdoch) y que la “verdad” no se va a hallar nunca en el “planteamiento”, por más interesante que luzca. Restringe, pues, su lectura, a un nivel bastante ingenuo: el planteamiento y sus recursos de desarrollo: la superficie. Me pone de ejemplo: señor Sick, nunca he aspirado a escribir grandes aventuras (mis locaciones y circunstancias son puramente lógicas cuando no, concedo, ornamentales o azarosas). Un hombre anuda las cintas de sus zapatos y la literatura (junto al mundo que pretende recrear) se inician entonces. Si aquello le resulta pretencioso, tiene usted unas miras demasiado románticas sobre el mundo con el que podemos trabajar los escritores de este tiempo. Más pretencioso me resulta precalificar (la Gran Novela Británica, su quimera) una obra, la supuestamente suya, que no se arriesga a ser, que no se lanza al abismo de la lectura (esa derrota, ese fallo, como usted le llama y yo coincido), que existe sólo en un silencio farsante donde no podemos ver sus yerros porque, sencillamente, sólo es pretensión.

 

 

 

Réplica de J.B. Sick en el correo de Le Magazine Littéraire

 

Con sorpresa y cierto humor compruebo que la infantería de la nueva ola literaria en nuestra lengua arremete con acritud —pero cierta impericia— en defensa de su triste reino. Es evidente que la furia, la rabieta infantil nublan la mira de nuestro novelista mejor posicionado, cuyo genio —creí equivocadamente, pues lo afirma en cuanta entrevista se tercie en su camino— no le dejaba tiempo para rebatir las líneas de un escritor “elemental”. Respondo con gusto y en el mismo tono: señor McFarland, antes de citar a grandes personajes de la literatura y a su Iris Murdoch que tanto alaba —como una manera de protegerse, pues es de sobra conocido que su generación carece de ideas propias (la generación de usted, no la de Murdoch, que quede claro)—, aprenda a razonar lo que lee. Justamente dije que en el mero planteamiento la novela no encontraría su camino, que no la verdad como usted afirma, pues la verdad, si usted recuerda, es un valor de la sociedad burguesa, del viejo cartesianismo que la literatura no tiene ninguna obligación de perseguir. ¿Cuál es —por ejemplo— la “verdad” de Joyce, cuál la de Faulkner? Absurdo. Piense, y si lo consigue, ríase de las tonterías que llega a formular. Escribí que su pálida literatura, la de usted, se queda en el diagrama y la vívida escaramuza de movimientos calculados pero sin gracia, y cuando escribo gracia me refiero al lenguaje. ¡Dios, el lenguaje!, ¿qué es eso?, se preguntará y es obvio, no conoce su lengua, señor McFarland. La suya es una prosa que se olvida de las palabras —por contradictorio que suene— y se concentra en la anécdota rimbombante sin importar cómo se cuente, aunque usted, siempre cándido, sospeche que entre líneas cierta transparencia de la gran literatura va a salvarlo. Por otro lado, abandera una noción de riesgo bastante pobre —y al tratar de explicarla exhibe su medianía—. La novela no se arriesga si se “lanza al abismo de la lectura” (que entre paréntesis es una hipérbole irrisoria), la novela, aunque a usted le parezca romanticismo, se arriesga si entabla una batalla con el lenguaje (espero que no tenga que explicárselo). Tirarse a un abismo no significa un riesgo sino una estupidez. Por tanto, su novela “abismal” camina y caminará durante mucho tiempo —créame que no lo considero un mal novelista, otro es su problema— por los anaqueles de las librerías e incluso en las tiendas de abarrotes; y en algunos de sus lujosos exilios creativos en el tercer mundo o en las sufrientes ciudades cosmopolitas como esta desde donde escribo, el dinero de los lectores, McFarland, lo seguirá convenciendo —el dinero siempre encuentra su “verdad”— de que su literatura sencilla y “ornamental” es un regalo inigualable para el esparcimiento de la humanidad porque se nos ofrece heroicamente como un clavadista temerario. ¿Me equivoco?

 

 

 

 

Contrarréplica de D. McFarland en el correo de Le Magazine Littéraire

 

Soy yo el que no conoce la lengua, el que se olvida de las palabras. De acuerdo. Pero mi interlocutor confunde dos términos fundamentales de nuestra lengua. Yo hablo de “verdad”[1] y usted habla de “la verdad”[2]. Esta confusión es sintomática de su personalidad pontificia. Piensa usted en verdades místicas, en tautologías, Monsieur. La “verdad” a la que me refiero tiene que ver con aquellos intersticios donde los personajes (o los temas o las entidades en cuestión de aquel diorama que llamamos novela) se revelan sin los disimulos ni los desplazamientos de lenguaje que los vuelven simulacros de sí mismos en cualquier orden estructural (llámele universo literario o mundo material… creo que para su romanticismo no hay distingos; y lo lamento porque eso supone incapacidad para aprehender las particularidades). Con esto pasamos el siguiente punto: batirse con el lenguaje (esa gran mentira, ese filtro de las ideologías y los terrores) es justamente querer arribar a un horizonte de verdad. Es desnudar aquello que ha sido ornamentado por la visión impuesta, lo convencional, justamente aquello a lo que usted se refiere como “verdad”. Encontrar la verdad (the actual) es batallar contra la verdad (the truth). Y no hay manera de librar esa batalla sino con la anécdota: la ética en movimiento, la noción humana en su más franco despliegue; ahí la “batalla con el lenguaje” se da por vías naturales. Si dedicara mi tiempo de ejecución a pensar —lo cito— “cómo se cuente”, entonces sí estaría procediendo con movimientos calculados, con las cuerdas titiriteras de la retórica (porque usted me deja ver que confunde lengua con lirismo, lenguaje con retórica, brinco con trapecismo). Y sí, señor, coincido con su noción de riesgo (aunque aquí es usted el que utiliza una idea ajena: el torero sin toro, el petimetre bufo de su adorado y mal traducido Artaud), pero claro que la lectura es también un riesgo y desde luego que es un abismo: la lectura es un nuevo nivel de significación, una nueva caída, un nuevo cúmulo de inquietudes y terrores. Y sé que esto le sonará poco original (ya lo veo agitando con impaciencia los hielos de su quinto whisky matutino), pero leer es también un acto en el que se batalla contra la verdad (the truth) del mundo sensible y la del mismo autor que propone esta nueva verdad (la de la lectura, aunque fallida, como califica mi obra). Si no está usted de acuerdo conmigo, espero que revise su enorme biblioteca llena de aquellos clásicos a los que glosa refocilado y les reclame la pérdida de tiempo que ha experimentado al leerlos. Quémelos a todos excepto su Ulysses, al que le puede decir secretamente que admira sus circunvoluciones gramaticales, sus acrobacias sintácticas, su slang de rapero y su frenesí posmoderno, pero que la historia del hombre que entre tragedias y visitaciones traza su camino a casa, ese tal Leopold Bloom, le importa un soberano carajo.

   Ya finalizo: “Respondo con gusto y en el mismo tono”, afirma usted. Mantenga ese fuego para su novela onírica, señor. Dese el gusto (o el disgusto) de fallar. No mantenga la “pretensión” en un simple sueño. Eso sí es lo contrario al riesgo.

 

 

 

Contrarréplica de J.B. Sick en el correo de Le Magazine Littéraire

 

Ahora resulta que a usted le importa el hombre y a mí el malabar con el que vuelve a casa. Mire qué manera de tergiversar el discurso. Debería usarlo en sus novelas y no aquí, le vendría mejor.

   Si mi sorpresa ya era mayúscula con su primera respuesta a mis románticas líneas, como usted las llama, imagine qué importante me siento ahora en medio de una polémica con el novelista en boga (y me sorprende, pues esta discusión no le redituará a usted ninguna ganancia económica, es decir, aquello que más lo emociona). No, señor McFarland —y gracias por el inútil breviario lingüístico—, ni verdad ni realidad persigue la literatura, y no es parte de mi pontificado, sino de la larga tradición que usted desconoce. Leyó mal una vez más. Quizá siempre va a leer mal (no crea, algo maravilloso puede resultar de las lecturas erróneas, tenga paciencia). La narrativa —y lo menciono hasta ahora porque pensé que era algo evidente— si algo busca es verosimilitud, que estará de acuerdo no tiene nada qué ver con la absurda confusión que me endilga. Los narradores, los escritores de nuestro tiempo, como usted les dice, y los de todas las épocas, hallan en esa búsqueda de verosimilitud su batalla primordial —usted mismo, aunque no lo sepa—, y allí es donde interviene el lenguaje, no la retórica ni la vena lírica ni el funambulismo (que son meros recursos). Divirtámonos. Respóndame algo. ¿Cómo logra Chesterton la verosimilitud de sus relatos policiales? No mediante sus tramas harto fantásticas —y de la mejor factura, no me dejará mentir— sino acomodando las palabras justas (como aconsejaba Flaubert), las palabras que nos vuelven a un personaje y a una historia posibles. ¿No es cierto? Y aquí llegamos usted y yo a un punto nodal. La literatura no se sostiene, señor McFarland, en la verdad —como vimos— y mucho menos en la realidad o “lo real”; la literatura —y esto, si usted quiere, sí es palabra de Dios— se sostiene en lo posible, en lo verosímil. Alégrese, hemos dado en el clavo. De eso se trataba, ¿se da cuenta? La trama puede ser la primera parte del juego, aunque no siempre: lanzar un reto. Ahora, ¿cómo hago que esa historia descabellada —como la anécdota del relato de “El hombre invisible”, de Chesterton— parezca posible para el lector? ¿La “ética en movimiento” de la novela se establece sin palabras, casi como un credo? No, claro. Tome nota. Y ahora retornamos al punto donde se inició este debate. Soy sincero, las anécdotas de sus libros son atractivas (pues apuntan a “lo real” y a “lo verdadero”, el hombre enfrentado con su destino como cualquier drama clásico). Sin embargo, al engarzar palabras para resolverlas —es decir, crear atmósferas, perfilar personajes, dosificar la información para conducir a voluntad el relato—, estrepitosamente esas anécdotas tropiezan (dejan de ser posibles muy pronto) y con ellas se viene abajo su novela pretenciosa, se cae —usted siempre se está cayendo, relea sus textos— en ese abismo o sima que tanto estimula su imaginación. Ojalá, para nuestra causa y sus afanes —quiera Dios, quiera mi suerte—, se extravíe para toda la vida en ese gran agujero.

   Veo que hay algo que le incomoda y utiliza con frecuencia para descalificarme, el mito de que he escrito la Gran Novela Inglesa, en sueños. Si como usted bien dice, es una novela que no existe, qué tanto le preocupa eso que no va a robarle los lectores que cuida tanto como sus ahorros bancarios.

 

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Contrarréplica de D. McFarland en el correo de Le Magazine Littéraire

 

Señor Sick: No sea estrecho. El concepto de “the actual” no se restringe a “lo real” o lo material. Es usted el que tergiversa. Y me sorprende que lo restrinja de ese modo, usted que se declara tan cercano a las vanguardias francesas. Ese espacio, the actual, no es una mimesis: es el lugar donde se revela el personaje más allá del tiempo y del lenguaje. Es donde vemos la malevolencia del padre Karamazov en el fondo de su aparente sencillez. Bajo su idea de realidad, una mano empuñando un cuchillo es la postal de una escena de cocina; en mi idea de “the actual”, el detalle en la manera de empuñar, en la fuerza que se imprime, en todo lo que usted quiera ver más allá, encontrará siempre una revelación de carácter. A esa idea de verdad me refiero: el intersticio de la revelación más desnuda y descarnada del personaje.

   “¿La ‘ética en movimiento’ de la novela se establece sin palabras, casi como un credo? No, claro. Tome nota”, me ordena. Lo hago ahora: tomo nota de su exaltada fe por la literalidad, de su ingenuidad romántica ante el “poder de la palabra” (es usted un talmúdico, Monsieur, o sólo ingenuo). La palabra sólo sirve para exponer, para informar. Ordena el corpus lógico de aquello a lo que defiende, la verosimilitud (punto en el que, sin duda, estamos de acuerdo). Pero vuelvo a citar a Murdoch en el sentido de que la palabra es transparencia, es contingencia. Expone, pero no es en la exposición donde se revelan los personajes y las ideas. Es en el extrarradio de las palabras. Ahí coincido de nuevo con usted en el asunto de la escaramuza contra el lenguaje porque apelar o estimular esa transparencia de la palabra es justamente desafiar al lenguaje. Es la de batirnos en una disyuntiva de significación, donde el cuchillo del que le hablo es o una “arma blanca” o un inofensivo utensilio de cocina o un símbolo fálico o por su signatura alemana es un objeto histórico o lo que quiera ver usted.  ¿Con qué armado de palabras podemos sugerir todas esas opciones sin que la lectura parezca condescendiente y didáctica? Usted mismo debió sentirse algo exasperado mientras leía mis ejemplos: ¿no son un lastre tantas palabras? ¿No es mejor hacer todas esas suposiciones desde el silencio?

   Lo posible sólo se construye con el andamiaje de las palabras en un nivel superficial. Una prosa sucia como la de Celine o la literatura americana autorreferencial, plena de caos y de pobrísimos recursos, no nos genera ninguna verosimilitud con una idea de mundo, de contexto, de realidad. Pero en su fondo (no en su armado) se revela una mente caótica, incapaz de ordenar una secuencia lógica, quizá sumida en ese desorden porque vive en un contexto social que justamente no le permite arribar a esa posibilidad de ordenar armados lógicos muy concretos. Y no obstante, ahí está la revelación del personaje, su verdad. Su posibilidad de ser. Créame, señor, que no arribamos allí por las palabras. Éstas son la mera sombra, una simple exposición.

Eso me lleva a otro punto: el silencio de su novela puede revelar bastante pureza (como decía Heidegger de Sócrates, el escritor que nunca escribió). O puede ser sólo silencio. Usted me habla desde una literalidad y un respeto masoquista por la palabra, que me hace pensar que el silencio de su novela sólo revela el vacío. Una necesidad de jugar con el propio mito que genera lo inexistente. Eso es pretensión: hacer pasar un vacío por contenido.

   Llegado a este punto, lo que usted opine sobre mis defectuosas novelas me tiene sin cuidado, como lo que opine cualquier lector. Nunca me he propuesto no fracasar con ellas. Nunca me he propuesto nada distinto a ser honesto respecto a mis inquietudes y frente al destino que mis personajes trazan por sí mismos. No tengo mayor objetivo ni escaramuza. Disculpe usted si no me bato con el lenguaje: no sabía que era mi obligación. Cumplo con fallarme a mí mismo y llenar mis vacíos con nuevas épocas de errores (es decir, más libros, más de mis aventuras literarias que usted repudia). No estaba al tanto de que las palabras son legos para armar novelas y no sabía que mis armados son del todo torpes.

   A usted parece gustarle la idea de mis ventas y mis lectores para descalificarme. Mañana mismo le llamo a mis editores para que quiten todo de las librerías y rompan mis cheques. Dejaré de escribir y mantendré mis ideas para tramas en sólo presuntas tramas. En presunción. Para estar en igualdad de condiciones.

 

 

 

 

Contrarréplica de J.B. Sick en el correo de Le Magazine Littéraire

 

Quién diría que es usted un vidente de la literatura, señor McFarland. Cada vez me hace reír con mayor alegría. A pesar de todo, me parece, su mente sospecha estar cerca de una verdad trascendental y por eso se sacude. Hemos conseguido que piense, ahora sólo le falta ejercicio para no responder con las vísceras. Estoy de acuerdo, en el relato, la descripción o la revelación de las pequeñas cosas es donde a veces —a veces— puede esbozarse el carácter de un personaje, mas no toda la verdad del mismo. Se dice que en un relato no hay nada gratuito, pero no todos los detalles sirven para revelar personajes, ni todos los detalles que intentan describir un personaje revelan algo de él, quizá lo reafirmen o lo continúen, cada caso es distinto —tal vez usted lo sabe pues ha batallado con ello—. Otra vez se contradice, en principio afirma —con ánimo de quiropráctico— que en los detalles (armados con palabras, por supuesto) se halla la “verdad más descarnada”, y luego sostiene que en el extrarradio se encuentra esa verdad. Para usted la literatura es un aura, y probablemente es algo que lo define. La suya es un “efecto” de literatura, mas no literatura. Por supuesto, en la palabra como signo o, incluso, como objeto no hay significado que el hombre no le otorgue, entiendo su ejemplo del cuchillo y de eso he hablado, nunca de literalidad. La reunión de dos grafías no es literatura sino lo que convencionalmente un grupo social asocie con ellas. Quizá usted a eso llama extrarradio o, íntimamente, aura. (¿Encuentra que estamos a punto de coincidir en algo?) No soy un textólatra, simplemente en literatura todo parte del texto y lo que invoca, en breve, invoca una cultura. Ni más ni menos. El aura de ese texto, el extrarradio es provocado y sugerido por él. No es gratuito ponderar el texto porque sí, sino aceptar conscientemente que la forma en que el texto se construye condiciona ese extrarradio y lo puede tornar literatura, que si usted coloca —y aquí hago de cuenta que tiene usted seis años— un adjetivo antes de un sustantivo o al contrario, en la mente del lector esas dos formas significan algo distinto y allí interviene la responsabilidad del autor, su creatividad, si usted quiere, su habilidad para construir incluso un dialecto literario propio —por llamarlo de alguna manera—, en tener conciencia de cómo dice lo que dice. ¿Estamos de acuerdo?

   Me pone absurdos ejemplos de una supuesta narrativa caótica o “pobre en recursos” de escritores consagrados, lejana de “secuencias lógicas” y que, según usted, revela un camino distinto. Casi como un milagro salido de un basurero. Generación espontánea. Dios mío. En principio, nunca he pensado que los narradores deben armar un complejo rompecabezas mediante un algoritmo ni atestar sus relatos de todas las palabras y combinaciones de la lengua que empleen para hacer literatura, ni mucho menos armar inferencias lógicas. Tomar lo anterior como sistema sería una estupidez. Es algo más simple, en apariencia, y en el fondo más complejo. ¿Acaso cree usted realmente que esos escritores —pobrecitos, inmersos en un contexto social que no les permite ordenar armados lógicos muy concretos—, quienes evidentemente escribieron y escribirán literatura de alta apuesta, son inconscientes del discurso que elaboran? ¿Acaso no es también un recurso y una estrategia —aun instintiva— armar un texto con un lenguaje pobre o el habla rimbombante de la imprecación? Y dice usted que el romántico soy yo.

   El cometido central de toda narración, y tal vez de toda obra artística, es construir un misterio. Donde hay misterio siempre cabrá la literatura. Lo que nos queda a nosotros —a usted y a mí—, los que no nacimos con el don del engarce mágico de las palabras, es preocuparnos por hallar el sistema —si es que lo hay— que torna misterioso un texto. Es seguro que no lo expreso con las palabras correctas, pero esto se lo digo y le pido una respuesta o un comentario más allá de la rencilla.

   Por otro lado, le propongo que lea de nuevo los textos que ha escrito. Esta polémica o intercambio de mierda comenzó por un mensaje suyo en respuesta a una columna donde mencioné sus pálidas novelas. Si no le interesa mi opinión, si le tiene sin cuidado, por qué no dejó que se perdiera para siempre en el olvido de los hombres. La respuesta es obvia, es lógica. Los escritores como usted aprovechan cualquier mínima mención para armar escándalos que los promuevan, les gusta estar en boca de la gente, así sea por asuntos lejanos a su oficio, como las vedettes televisivas más lamentables. No soy yo quien le enseñará a fin de cuentas sus “deberes” literarios, cada quien aprende lo que puede y algunos ya no tienen remedio; sólo utilicé sus novelas de ejemplo tras una pregunta explícita. Créame que no emprenderé una campaña para ayudarlo a escribir mejores libros, ni le daré cátedra alguna. Aplaudo, sin embargo, que esta conversación le haya mostrado —quizá— otra forma de concebir la narrativa, lejos de una mera relación de hechos o un juego de palabras, y que existen otros mundos paralelos al que usted habita. En cuanto al dinero, sabe perfectamente, McFarland, que es sólo un simple empleado de sus editores. Si logra con una llamada —eso sí es presunción— que las trasnacionales se deshagan de sus novelitas, es decir, un negocio redondo, tendrá material para una más de sus inverosímiles y farragosas historias.

   No sé por qué insiste en su obsesión: una novela escrita en sueños. Prefiero mil veces, si es verdad que he soñado esa novela, conservar el gusto de volver en medio del sueño a leerla y reescribirla cómodamente durante años, lejos de personas como yo que gustan de mofarse de los escritores como usted, siempre ávidos de mostrar sus insuperables ocurrencias de media hora antes en cuanto medio se les cruce en el camino. ¿Será una buena elección?

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