Anfiteatro
[Adelanto]
Un fantasma recorre Europa
Adolf Hitler
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Un error original acaso valga más
que una verdad insignificante. La
verdad siempre se encuentra; en
cambio, la vida puede enterrarse
para siempre
Fiódor Dostoievski
I
—Valerie Lefebvre ha muerto —dijo la voz en el teléfono.
II
III
[Buzón de voz]
¿Es usted Antoine Arnoux? Represento a la policía de la ciudad de Viena. Una disculpa, mi francés es casi escolar. Una lamentable noticia: Valerie Lefebvre ha muerto asesinada. Su esposo, Leopold Helden, fue aprehendido como probable autor del crimen. Le pido, si es posible, se comunique a este número para zanjar los asuntos legales: el reconocimiento del cuerpo y su disposición.
IV
Una muerte salvaje es un manto negro que lo cubre todo. En más de una ocasión, luego del crimen, maldije haber conocido a Valerie en ese pasillo universitario, en una época perfecta, mientras ella comenzaba sus estudios de historia del arte y yo de literatura, rodeados del más patético panorama y sus lacrimógenos detalles. Era como si todo se hubiera preparado durante años para un desenlace monstruoso. E incluso cuando me enteré de su muerte, sospeché que las obsesiones académicas de Valerie habían trazado el camino.
Las investigaciones de la policía austriaca apuntaban a Leopold Helden, pareja actual de Valerie, como probable autor del asesinato y puesta en escena. A base de endebles silogismos, los agentes concluyeron que Helden, en su calidad de artista conceptual y, por supuesto, en la naturaleza de su producción —grotescas esculturas fabricadas con partes de animales disecados, lienzos cubiertos con secreciones humanas, etcétera—, degolló y luego decapitó a Valerie, desmembró el cuerpo y, por último, en el éxtasis de una imaginaria aunque improbable cima plástica, armó y dispuso un retablo en su casa de las afueras de Viena para asombro, incluso, de él mismo. El móvil del asesinato: la construcción de una obra cumbre.
Pero cuál.
No juzgaba posible que Leopold, siendo como era —un hombre engreído pero cobarde, ambicioso pero incapaz—, asesinara a Valerie de esa forma y para los fines que la policía vienesa presumía. En todo caso, la puesta en escena pudo ser una obra maestra o la tibia pretensión de una gran obra; sin embargo, Helden definitivamente no era su autor. Aunque le guardaba un odio velado por haber contribuido, en cierta medida, a mi separación de Valerie, hallé rastros de verdad en su inocencia declarada.
Renuente siempre a aceptar las verdades categóricas de los extraños —y, sobre todo, de los amos de la justicia—, puse en marcha mi propia búsqueda. Admito que, en un principio, además de no asimilar la muerte de Valerie —con quien había vivido siete años durante mi ahora lejana juventud— y las condiciones en las que se dio, creí que lo mejor sería olvidarme de ese asunto y hacer mi vida; quedarme en casa, en la certidumbre de mis libros y mi soledad. Porque era tan sencillo y, al mismo tiempo, tan complicado envolverse en lo controlable en apariencia, en los libros, la escritura y los cafés, como en una frazada o un escudo, y aguardar la vuelta de tuerca que seguro no llegaría. De cualquier modo, hay cosas que uno comprende en un instante: ese crimen iba a perseguirme adonde fuera; aunque intentase esconderlo o evadirme, aparecería como un majestuoso quiste, como una tragedia perenne en mi escritura y en mi vida.
Y aquí está.
Asimismo —debo confesar sin rubor—, la presentida historia oculta de ese homicidio me causó una fascinación obscena. En lo más escalofriante de esa trama, supuse —y supuse bien— que debía hallarse un horror aún desconocido aunque estimulante. Y arropado por una pausa indeterminada en las clases que impartía en la universidad, concluí que era el momento de emprender algo distinto.
Luego de leer todas las notas de la prensa a mi disposición, los rastros, las descripciones del lugar, el hallazgo del cadáver y las tempranas pesquisas, y como según había aprendido mediante la literatura que tenía a la mano, resolví que debía hacerme de una estrategia, como todo buen detective.
En breve, una ocurrencia me iluminó.
Leopold Helden sostenía una amistad de hierro con el duque Vitold Óblanov —un excéntrico intelectual y coleccionista suizo—, y sospeché que Valerie, en el ánimo de sus investigaciones universitarias, lo habría conocido en su casa, en Berna. Ella siempre habló desmedidamente de ese hombre. Lo primero, decidí, antes de trasladarme a Viena, era hablar con el duque, hacerlo mi confidente. Un trabajo nada sencillo y que se complicaba con mi impericia. Solicité entonces el auxilio de mi viejo amigo Milan Stokovich, un escritor que reside —o residía— en la ciudad de Óblanov, para hacer más amable esa incursión.
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