“Nos parecía la visita cariñosa de la Patria”, dice Guillermo Prieto de la llegada de Andrés Quintana Roo a una de las sesiones de la recién creada Academia de Letrán. Si se le da en llamar el primer intento serio de conformar una literatura nacional, no deja de sorprender y parecer del todo significativa la crónica que de ese suceso hace el autor de Memorias de mis tiempos en uno de los apartados de su libro. Narrado con ingenuidad y cierta ilusión, como si de alguna manera supiera que allí comenzaba la historia de la literatura nacional, Prieto detalla la penosa fundación de la Academia, primero, en la habitación tétrica de José María Lacunza (podríamos decir que toda literatura nace de un cuarto oscuro o de una oscuridad profunda) y, luego, tras un discurso heroico y un empobrecido banquete en alguno de los salones del edificio que, como bien apunta, era una ruina poco presumible, con una biblioteca donde se entregaban las arañas a su oficio la figura queda cerrada: la literatura mexicana nace de un cuarto oscuro, una biblioteca abandonada y una ruina. ¿Esos signos no son suficientes para conformar una idea romántica de las letras nacionales?
Justo, los miembros de la Academia vieron aparecerse a uno de los hombres representativos de la nación, que comenzaba su atropellada vida independiente. Quintana Roo arribó como un espíritu a la sesión inaugural de la Academia y cada gesto debía tomarse como tal. La Patria se aparecía bajo el sombrero de don Andrés para plantar en el suelo de un edificio que hoy no existe en ninguna parte —otro signo inequívoco, una literatura cuya raíz flota en el aire— las botas de la historia que en sus pies venían a dar el aval, el consentimiento definitivo para que de una vez y para siempre las letras comenzaran su vano empeño.
Y como toda escuela que se erige a partir de una ocurrencia, las sesiones del recién inaugurado parnaso nacional resultaron parecidas a un cómico taller poético en el que, a poco, la ignorancia supina de unos y la sapiencia y disciplina de los menos se mostraban como las luces negras del cuarto de Lacunza.
En esas lúgubres sesiones fundacionales hizo romántica presentación el Nigromante, Ignacio Ramírez, entonces sólo un muchacho de 19 años que causó conmoción con tres palabras, seguidas de un discurso: “No hay dios”. Ya que el grueso de los concurrentes a esos convites eran liberales, Ramírez no fue echado del recinto, por el contrario, se quedó como un miembro más e introdujo grandes temas a la discusión cotidiana, además de presentarles textos de grandes autores para la mayoría desconocidos.
La oveja negra había llegado.
¿Qué puede decirse de una literatura que se inaugura de esa forma? Quizá la literatura mexicana no se funda en ese instante. La intención de otorgarle un matiz genético a un relato, a un hecho específico, jugar con fuerzas supuestamente superiores, es pretexto vil para reflexionar sobre ello. Guillermo Prieto nos lo deja ver en su crónica: ese es su legado.
Ninguna literatura se funda entre paredes o en descampados. Toda literatura nace y muere en sus textos. Lo demás, el relato alrededor, el cuarto ya para siempre oscuro de José María Lacunza, la intención de una estética por renovar y hacerla nuestra, la llegada de Quintana Roo como un penitente a la hora precisa, trayendo en los hombros el peso de la historia, la reunión de algunos muchachos en los huecos de una ruina hoy desaparecida, todo ello es también literatura.
El relato de Guillermo Prieto es de cierta manera la génesis necesaria, el mito fundacional del que nace toda empresa humana. Podemos verlo así, como el evangelio de un gesto, palabras que se desvanecen en el aire, no sólo los recuerdos de la vida de un personaje crucial en la historia del México decimonónico sino una promesa. Porque ¿qué diferencia hay entre una promesa y fundar una literatura?
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